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Visualizacion Tierra

    Vemos la llama de una vela rodeada de oscuridad. No hay otra forma que ese diminuto punto de luz. Acercamos la cara más y más. Sentimos su calor en la faz del rostro. Descubrimos que irradia olor a un árbol que conocemos. Sintamos ese olor.

    Ahora nos encontramos con el árbol acariciado por la luz del sol. Podemos sentir su presencia, su vida natural. Vemos que a su alrededor hay otros árboles, más y más árboles. Descubrimos que ahora estamos en el bosque, en una naturaleza viva. Nos rodean altísimos árboles. El sol radiante se filtra entre ellos. 

    Cae una interminable secuencia de cantos de pájaros. Caen como una música: miles, incontables cantos de pájaros alegres, vivos, radiantes de esa vida silvestre, natural. Escuchen la música de los pájaros. Ahora se le suman insectos, y animales salvajes. Monos, tigres, y los que podamos imaginar. Intentemos distinguir los distintos sonidos. Más y más sonidos siempre renovándose. 

    Sintamos en la piel el follaje de los árboles al ser batidos por el viento. Sintamos en la piel el calor suave del sol y los olores que nos acarician. Sintamos en el cuerpo la vida salvaje y llena de pureza. Ahora vamos a ver un árbol con frutos, con riquísimos frutos. Vamos a él. Tomemos uno de sus jugosos frutos. Lo olemos, lo llevamos a la boca. Lo saboreamos. Sintamos el jugo, el gusto de la fruta. 

    Ahora empezamos a sentir una vibración en el suelo. Nos arrodillamos y apoyamos la oreja en el piso. Sintamos la blandura de la tierra, su olor, su suavidad, pero también su firmeza que nos sostiene. Acariciamos la tierra como la piel de un recién nacido. Vamos a notar que vibra. Oímos un movimiento como de multitud. Algo vibra y hace palpitar en suelo. Registremos ese palpitar como si viniera desde muy lejos en el tiempo. Sigamos acariciando la tierra, desmenuzándola con los dedos. Sintamos su olor. Y poco a poco nos vamos levantando. 

    Pero, de pronto, a nuestro alrededor vemos una multitud de aborígenes. Van semidesnudos: algunos llevan collares con dientes de cocodrilo, otros cuernos de toro, algunos con pieles de león, otros plumas de águila. Todos me contemplan y yo los miro. Nos buscamos. 

    Se escuchan, de repente, tambores. Todos se ponen a danzar, a sacudir sus cuerpos como si vibraran con la electricidad de los tambores, de instrumentos musicales muy antiguos, primitivos. Bailan llenos de frenesí, poseídos de su danza, sensuales, exóticos, misteriosos. Lo hacen en círculo, y es su danza la que hace vibrar la tierra. La tierra late igual que un corazón al ritmo de los tambores. Es un ritual que se repite desde el primero de los tiempos. 

    De pronto, sin embargo, todos quedan detenidos, congelados en sus lugares. Nos acercamos: vemos que cada uno tiene algo nuestro: un gesto, una vestimenta, un rasgo de la cara, un tic, un juguete, un perfil. Todos llevan un rasgo físico que se nos parece a nosotros o a nuestros familiares.  

    Finalmente descubrimos que todos ellos, a través del tiempo, uno sucediéndose a otro, hicieron un camino para que yo llegara al mundo. Sentimos como una caricia este viaje para que Mi Yo tuviera vida y cuerpo. Cada comida, cada olor, cada sexo, cada vida o muerte, cada respiración, tejió una cadena que fue convirtiéndose en la estructura de lo que soy ahora. 

    Me pongo a caminar. Salgo del bosque y comienzo a subir una montaña. La montaña es árida y rocosa. Me rodean rocas antiguas, inamovibles, enormes. Palpo su textura: rasposa, fría, firme. La montaña está solitaria y me cuesta subir. Voy solo. El sol se pone, allá a lo lejos, detrás de la montaña y siento el frío de la noche sobre mi piel. 

    Cada paso que subo requiere mucho esfuerzo. Noto cansancio. Pesadez. Soledad. Frío. Finalmente llego a un pueblo en lo alto de la montaña, pero la gente hace rato que se fue a dormir y todo está cerrado y apagado. Pareciera abandonado. Llamo a una puerta. Golpeo. Nadie atiende. Llamo a otra casa, espero. Espero pero nadie viene. 

    En el medio del pueblo hay una plaza. Veo en las calles hay enormes piedras. Agarro una y la levanto. La llevo con mucho esfuerzo al centro de la plaza. Salgo a buscar otra piedra, la levanta con mucho esfuerzo y la traigo para depositarla junto a la otra. Noto el cansancio. Pero voy por más y más piedras, tengo que hacerlo. Es mi trabajo. Las voy poniendo una al lado de la otra, y luego una arriba de la otra para construir un altar. 

    Me subo a lo alto del altar que yo mismo me construí con tanto esfuerzo. Y me miro las manos. Las encuentro peludas. Tienen garras y mucho pelo. Voy descubriendo que soy mitad lobo y mitad hombre. Quiero decir algo y me sale un aullido. Aúllo. Aúllo con todas mis fuerzas. La gente no sale porque tiene miedo. Aúllo y al hacerlo todos mis músculos se ponen en tensión. Siento que el cielo enorme recibe mi aullido y lo devuelve aún más fuerte.

    Entonces se abre la puerta de una casa. Sale un hombre. Se acerca silencioso, como con miedo. Se pone junto a mí, y veo que también él es un hombre lobo. Ahora somos dos los que aullamos. Aullamos juntos. Se abren otras puertas, vienen dos personas más. También ellos son hombres lobo. Aullamos. Se abren más puertas,  y otros hombres vienen a nosotros. Primero tímidamente, luego decididos. Aullamos. Ahora se abren más y más puertas y comienzan a venir hombres y mujeres, ancianos y niños, como una tribu. Puñados de diez, veinte, cien… Multitudes que se acercan y aúllan. Todos aullamos. El aullido se convierte en un temblor que hace vibrar la tierra del piso. 

    Sentimos la tierra vibrante, húmeda. Sentimos su olor. La palpamos y nos da la impresión de suavidad en la mano. Ahí estamos, oyendo las vibraciones de la tierra. Nos levantamos. Junto a nosotros pasa gente. Estamos en una calle, en un lugar donde transitan muchas personas. Muchas y muchas personas que pasan y pasan. Se esconden en sus trabajos, en su ropa, en su rutina, en el ruido. Busco en sus ojos y en ellos encuentro que tienen la mirada profunda, ancestral, misteriosa, que nos une.