Visualizo una oscuridad fluida, sin forma, sin principio ni final. Yo camino por ahí. Camino un buen rato hasta que, hacia el horizonte, observo un punto de luz. Sé que ese ínfimo punto de luz está en mi interior. Hacia allá voy. A medida que me acerco, va agrandándose.
El resplandor de la luz reverbera, nos trae un ardor en todo el cuerpo, y ese ardor es el que nos muestra un camino. El punto de luz se hace cada vez más grande. Lo rodea una oscuridad sólida. Una luz como una burbuja en la enorme masa sin forma de lo oscuro. De pronto, nos encontramos con una fogata. Nos acercamos. Sentimos su calor, primero en la cara, luego en todo el cuerpo. Un calor que nos llega como un viento que nos acaricia, que se desparrama por nuestra sangre. Oímos el chisporroteo de la fogata, las lenguas de fuego que consumen la materia.
La fogata empieza a crecer más y más y más. Crece y crece y ahora vemos que sus lenguas de fuego, su enorme expansión, se alza por encima de nosotros. Un fuego enorme, central, que parece absorberme. Percibo en ese fuego algo que me pertenece: quedo encandilado, absorbido, hipnotizado. Busco, indago aquello que me pertenece. Las llamas me atraen y me caigo en ellas. El fuego me absorbe y caigo y caigo. Pero yo soy el fuego. Mi sangre, mi respiración, mi alma: todo es fuego. Registro el bullir del fuego en mi sangre.
Ahora veo un mar de lava ardiente, incandescente, luminoso: amarillo, rojo, naranja, azul. Un mar infinito, ilimitado. Olas altas, olas de lava que llegan hasta lo más alto, lava viva, lava fogosa. Un fuego de lava que nos abrasa, nos lame. Todo está en ebullición. Oímos un trueno, el trueno más ruidoso y espontáneo que nunca antes oímos. Nos ensordece, nos aturde. Un trueno como jamás volveremos a oír. El mar de lava, ese mar de colores fosforescentes, se parte en dos. Un nuevo trueno sacude todo y el mar se fragmenta. Más truenos, volvemos a oírlos, pero el mar sigue fragmentándose más y más.
El océano se ha transformado en cielo. Ahora nos encontramos con una mancha de luz formada por la infinita cantidad de estrellas individuales. Observemos el cielo plagado de estrellas, silenciosas, infinitas. Incontables, interminables. Puntos de luz viva que no terminan nunca. Ahora vemos que todas las estrellas empiezan a transformarse en arena. Cada estrella, un granito de arena. Y empiezan a caer como por un reloj de arena.
De pronto, nos encontramos en un desierto enorme, un océano de arena. Norte, sur, este, oeste: todo es arena amarilla, que refleja el fulgor vivo del sol. Caminamos por ahí. Hace años y días que venimos caminando por él. Registremos cómo el sol se repite en la arena, y la hace vibrar de pura energía. Todo brilla. Nos agachamos. Tendemos la mano. Tomamos un puñado de arena caliente. Nos estremecemos del calor de la mano. Soltamos, poco a poco, el puñado de arena. Oímos cómo cae. Nos sacudimos las manos y seguimos caminando.
Luego de un rato, vemos que en nuestras manos quedó un granito de arena, único, individual. Lo tomamos casi sorprendidos. Lo miramos bien. Sientan ese granito de arena. Obsérvenlo en toda su magnitud. Ese único granito de arena es el sol. Todo el desierto con sus infinitos granitos de arena es la galaxia, una sola, donde el sol nuestro de cada día es apenas un habitante tan pequeño como el granito de arena.
Veamos al sol con sus olas de fuego vibrando. Veamos su punto de luz, su círculo perfecto, irradiante. Registremos esa potencia del sol en nuestro cuerpo, cómo hay algo en él que brilla y vive y da fuego y da y da sin parar y es pura vida y pura potencia. Tomemos contacto con nuestra potencia de estar vivos, de poder y dinamismo, de adrenalina y de pasión. Sintamos la vida misma del fuego.