Mi desnudez es completa:
ningún principio me guía,
solo la ley natural.
Estoy en cada partícula de polvo,
en cada territorio,
cada curso de agua,
cada estrella,
cada parte de mi cuerpo.
¿Y cómo no respetaría al mundo, a mis huesos y mi carne?
Toda esta materia no me pertenece;
me fue prestada,
sólo por un fragmento del tiempo.
Y la respeto, porque es mi templo,
el templo donde reside el Dios impensable.
El espíritu es materia,
y la materia es espíritu.
El universo nace y estalla constantemente
y, en su centro, ahí donde me arrodille, estoy.
En cada instante,
nunca abandono el presente.
Ni el pasado ni el futuro
pueden encadenarme.
Ni los arrepentimientos ni los proyectos.
Constante, fiel a mi lugar, recibo y doy.
Y cuando digo
“Soy del mundo y de mí misma”,
significa que me entrego sin resistencia,
eliminando hasta su raíz
la más oscura de las críticas.
No juzgo. Amo y sirvo.
No me separo,
ni siquiera por espacio del grosor de un cabello;
por eso estoy desnuda, desnuda
como un árbol, un pájaro o una nube.
Soy de mi cuerpo, de mi carne y
de mi sangre;
siendo, me resulta imposible abandonar
o abandonarme a mí misma.
¿Cómo no amar lo que me posee amorosamente?
Así como me doy a la tierra,
me doy a mi carne y a mis huesos.
Al igual que me confío a los océanos,
me confío a mi sangre.
Al igual que me entrego al aire,
me entrego a mi piel;
y, llena de este amor, actúo.
Es decir que voy con el mundo,
eliminando los obstáculos,
transmitiendo la energía que viene de más allá de las estrellas.
Asimismo, actúo sobre mí:
me abro a todos los infinitos,
dejo que el aliento de los dioses circule
por todos los poros de mi sangre.
Permito a todos los misterios que
me atraviesen.
Y, en el centro de mi vientre, ya infinito,
recibo y dejo
que nazca la totalidad de la luz.