Espada de luz en medio de la noche,
fuerza eterna que sólo cambia de forma,
deposita tus huesos en mi hocico,
sacrifica ese ojo que parece verlo todo sin ser nada,
desintegra la idea que tienes de ti mismo;
yo te otorgo la mirada del difunto,
cuencas sin fondo donde sólo habita el Creador:
todo se hace espejo, te ves en cada cosa,
no encuentras diferencia entre la piedra y el sueño.
Dame todo lo que es mío: tu piel, tus músculos, tus vísceras,
tu sangre, y sobre todo tu cara, esa máscara donde te has escondido.
Te alejas de la voraz muchedumbre,
te sumerges en mi esplendente belleza.
Ya estás solo.
Esa tierra que te cubre con amor es tu legítima carne.
Desciendes al centro, caen los ropajes,
fallecen las víboras del ego,
atraviesas el umbral tenebroso hacia una unidad más amplia,
te dejas llevar por un río invisible,
recorres los diez círculos de plata,
comienzas a extenderte.
El Verbo te convierte en aurora,
sol inmóvil alrededor del cual yo giro con mi guadaña convertida en arpa.
Todo es y no es al mismo tiempo.