Alzo mi lámpara en medio de la locura y la ignorancia.
Semejante a una luciérnaga, mi resplandor es un llamado.
La conciencia no me sirve; es un ojo que flota en la nada.
No hablo; como un río indolente, las palabras fluyen de mi boca:
no son mías, el tiempo las produce.
Y este amor, este deseo, este doloroso palpitar,
obedece a planes de un señor invisible.
¿Por qué, sabiendo que soy una ausencia, me permito sufrir por Tu ausencia?
¿Acaso eres Tú el verdadero ser y yo una sombra?
¿Sin ti, a dónde va la mirada?
Mi vejez es la del mundo.
Sólo Tú permaneces inmutable.
Aquella lámpara que alzo es el resplandor del alma.
Oscuridad que se hace letras y números,
creando, preservando, transformando, sin buscar futuros horizontes.
Caminando hacia dentro, vuelvo a mi propia fuente.
Aprendiendo a callar, encuentro en mí mismo lo que ha sido olvidado.
Más profundo que el abismo secreto que se abre en el fondo del último averno,
más discreto que el manto de tierra que cubre al pan caído.
Dejar lo seguro por lo incierto,
sembrar mi silencio en los cuatro rincones del mundo,
encender una luz en el corazón de la sombra,
subir de la presa al alma hasta que mi fervorosa carne caiga en pétalos,
y que tan sólo mi lámpara, estrella interior,
centro ardiente de la esfera negra, sobreviva.